Edgar Morin invita a tomar la Tierra como patria, más allá de las fronteras geográficas como planeta que está sufriendo daños muy graves e irreversibles en todos los órdenes.
Siempre me han llamado la atención las ideas de Edgar Morin sobre lo que él denomina el pensamiento complejo, en su llamado a intentar vivir el éxtasis de la historia como ideal concreto de la cotidianidad, un ideal que comporta una esperanza real para los seres humanos, en la encrucijada actual de barbarie civilizada donde nos acechan algunos monstruos, además de aquellos derivados del capitalismo actual, como el monstruo tecno-burocrático, enseñoreado en todos los tejidos de nuestra vida cotidiana.
Estos monstruos se caracterizan por camuflarse, parecer agradables y hacerse necesarios debido al esnobismo de la novedad que suscitan, para luego confundirse con las urgencias diarias, cuando no son sino consecuencias del accionar de una serie de dispositivos tecnológicos (autos veloces, aviones, teléfonos celulares, computadoras, televisión, Internet, etc.) que se encuentran patentados por organizaciones transnacionales, y a su vez bendecidos por los aparatos burocráticos (léase tecnocracia) de muchos gobiernos.
Estos aparatos –o mejor, los contenidos que transmiten— (a saber: programas de concursos, shows, pornografía, telenovelas, farándula, chismes, horóscopos, videos frívolos, música serial, manipulación noticiosa, deformación informativa, series cómicas con risas grabadas, filmes comerciales repetidos hasta la saciedad), a su vez generan racismo, discriminación socio-racial, magnificación del individualismo, crueldad exprofeso, terror, inducción al crimen, pornografía vista por niños, producen a la postre un cambio en la conducta humana de carácter acumulativo y acrítico, esto es, no genera una crítica de su sentido o de su razón de ser, sino que concentra fuerzas negativas basadas en el esnobismo de las modas o las marcas de prestigio, y del “progreso” mismo de esos dispositivos (un perfeccionamiento técnico o de diseño basado en la rápida obsolescencia del modelo anterior), en fin, aparatos o máquinas, grandes y pequeños, usados sin control, que terminan haciendo un masaje mediático en la mente o la conciencia del espectador.
Frente a esto, Edgar Morin antepone la esperanza de un mundo mejor. No se trata de una esperanza utópica, sino de una esperanza basada en la acción concreta, de cara a la toma de conciencia de los seres humanos como habitantes de un planeta, la Tierra. Él invita a tomar la Tierra como patria, más allá de las fronteras geográficas (así lo cantó John Lennon, en su famosa pieza Imagine), como planeta que está sufriendo daños muy graves e irreversibles en todos los órdenes: ambientales y ecológicos pero también morales y de convivencia social. A esta idea Morin la llama una comunidad de destino, que no es sino una conciencia de que todos los humanos tendríamos la misma identidad, en el momento de observar y resolver los problemas que nos acechan. Poseemos esa identidad, pero siempre recordando que tenemos identidades culturales diversas. Esto significa que, aún con esas diferencias, la cultura es como un hilo conductor de ese diálogo, y la que permite que nuestra convivencia y conciencia mejoren.
Morin abre, en este sentido, una posibilidad de practicar la política más allá de una acumulación de poder o de una ejecución de procesos electorales circunstanciales, proponiendo antes una política para el hombre, una Antropolítica. Esto significa también una “reforma en los modos de pensar” que nos posibilita la consideración de las ciencias sociales como herramientas de cambio y no como meras teorías, cuyas praxis se alejan cada día más de la realidad palpable.
Esta nueva Antropolítica comprendería no sólo a las ciencias sociales (que han permanecido la mayoría de ellas en claustros universitarios, atadas a élites de pensamiento que dan origen a privilegios de una nueva casta, la casta universitaria) y han tomado ahora un rango ético: el derecho que tenemos todos a disfrutar de la alegría, la fiesta, la intensidad o la comunión. Al introducir el derecho a estos disfrutes estaríamos introduciendo, según Morin, la poesía en nuestra vida. La poesía entonces pasa de ser un mero objeto verbal o estético, a constituir una voz interior que nos descubre cosas esenciales, con lo cual el poeta recupera su voz esencial de demiurgo, lo cual nos permitiría hablar también, por qué no, de una Antropoética. Estas cosas esenciales no son precisamente bienes materiales u objetos de consumo masivo, sino bienes espirituales permanentes como la solidaridad o la amistad, bienes que justamente sufren una crisis cuando los enfrentamos a los primeros.
Asoma Morin al amor y la felicidad como bienes últimos que nos brindarían mayor conciencia planetaria, conformadores de esa Poesía con mayúsculas o Antropoética que Morin propone introducir en nuestras vidas, en vez de cederle el paso a utopías desmesuradas.
Aquí existiría una diferencia notable con respecto al pensamiento tradicional. Las utopías de mundos perfectos, acabados o cerrados en sí mismos, que nutrieron buena parte de nuestra cultura y de nuestro imaginario (con sus correspondientes utopías negativas o distopías, que hacen la crítica de aquéllas) y que a todas luces nos parecen impracticables debido a su estatismo, serían vistas de otra manera.
Dice nuestro filósofo: “Nosotros no podemos ya volver a estimular esperanzas desmesuradas, esperanzas como las que tuvimos durante la “Liberación”. Salíamos del nazismo y nuestras grandes esperanzas han sido rápidamente defraudadas. ¿Pero entonces debemos estar siempre desencantados, desesperados?”.
Existe una analogía entre una frase de Edgar Morin: “La humanidad está en la prehistoria de la civilización”, y otra que ya está prefigurada en un autor de ciencia ficción cuyo nombre no recuerdo ahora, y que dice: “La civilización está en la infancia de la historia”. No sé cuál de las dos frases es más completa; seguro sí estoy de que representan una advertencia acerca de cuánto camino nos falta recorrer para llegar a tomar plena conciencia planetaria y colectiva.
Gabriel Jiménez Emán es Premio Nacional de Literatura de Venezuela (2019) por el conjunto de su obra.